martes, 31 de mayo de 2011

No molestar.

No era aún medio día cuando dejé el lápiz sobre la mesa. No encontraba las palabras, no hallaba la forma de continuar escribiendo, así que después de estirarme y suspirar, me levanté y decidí salir a despejarme.
 En principio me rondó la idea de salir a la calle, pero, ni sabía adónde ir, ni iba vestida medianamente en condiciones y, la verdad, no tenía ningunas ganas de cambiarme, así que opté por ir rumbo a la azotea.

 Cuál sería mi sorpresa al abrir la puerta y encontrarme una maleta en el suelo acompañada por unos zapatos gastados y una cara gabardina negra empapada vistiendo a un chico moreno de dos metros diez que yo conocía muy bien.
 Dimitri.

 Las lágrimas no tardaron en brotar, tanto en sus ojos como en los míos. Unas lágrimas llenas de sentimientos que ambos habíamos guardado durante todo este tiempo que habíamos pasado lejos el uno del otro.
Nada más echarme las manos a la boca, recién abierta a causa del estupor, me abrazó. Me abrazó como nunca lo había hecho: Culpándome, riñéndome por haberme ido sin haberle dicho absolutamente nada.
 Lentamente, se apartó de mí, le miré a los ojos y, con suavidad, rocé con la palma de mi mano derecha su mejilla, enjugando una lágrima.
 Y le besé.

 Nos fundimos en un beso que expresaba todo lo que ambos llevábamos dentro: Dolor, tristeza, arrepentimiento, soledad, ternura, amor, pasión, ira, lujuria...

 Comenzó poniendo sus manos sobre mi cintura y, muy dulcemente fue envolviéndome con sus cálidos brazos, que fueron subiendo hasta enredar sus dedos con mi pelo. Con sus labios aún sobre los míos, me estampó contra la pared, utilizando ligeramente algo de presión con su cuerpo sobre el mío. Apoyó las manos en la pared y, con gran esfuerzo, separó sus boca de la mía para dejar su rostro a tan sólo unos pocos centímetros frente al mío, mirándome con una intensidad con la que sólo a mí me miraba. Esa mirada que, aunque suene horriblemente típico, hacía que el resto del mundo desapareciese...
 Bajó la vista y, con los dientes apretados, me susurró.

 -¿Por qué...?- Violvió a mirarme a los ojos, subiendo el tono de voz. -¿Por qué no me lo dijiste? ¿Entiendes como me sentí después de que te fueras sin decirme absolutamente nada? ¿Creíste que no lo entendería? ¿Que te habría obligado a quedarte?

 -No. Sabía perfectamente que lo entenderías y que me habrías acompañado sin necesidad de que yo te lo hubiese pedido.

 -¿Entonces...?- Gritó furioso, pero, instantáneamente, su tono pasó a ser apesadumbrado. -¿Por qué te fuiste? ¿Por qué te fuiste... sin mí?

 -Porque tenía miedo, miedo de enfrentarme a mi vida y sentía que esto era algo que debía hacer sola. Debía luchar contra ese temor y vencerlo yo sola.

 Me miró fijamente y me besó con ternura. Se hizo un momento de silencio y habló de nuevo.

 -¿Has vencido ya ese temor? ¿Puedo... volver a tu lado?

 Sonreí.

 -Eres más que bienvenido.

 Cogí su maleta y, entre besos y caricias, pude dejarla en el suelo del salón, apoyada en el sofá. Entretanto, el sentimiento de ausencia que habitaba en nuestros corazones quedó mitigado por la desatada pasión de nuestro encuentro y, camino de la habitación, fuimos deshaciéndonos de la ropa, que nos impedía unir nuestros cuerpos como uno solo.



 Desde luego, me hubiese gustado tener un cartel de esos de ''NO MOLESTAR'' para colgarlo en el pomo de la puerta, aunque nadie hubiese allí para leerlo.

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